El fracaso de Ruiz-Gallardón

Lo deja todo: el ministerio, el escaño, los cargos en el partido, la política… Alberto Ruiz-Gallardón anunció ayer su adiós ¿definitivo? a una carrera de treinta años en eso que se ha dado en llamar la vida pública. La excusa oficial, la negativa del presidente del Gobierno a impulsar una nueva ley del aborto. El dimisionario, elegante, negó sentirse desautorizado y aludió a su propia incapacidad para recabar los apoyos necesarios para su proyecto.

El adiós de Ruiz-Gallardón

El adiós de Ruiz-Gallardón

Desde hoy y en los próximos días un sinfín de análisis de periodistas y tertulianos desvelarán las claves ocultas de la dimisión de Ruiz-Gallardón. Querido lector, no se crea nada, sólo él y casi nadie más sabe la verdad, en cualquier caso ningún informador. Yo tampoco dispongo de información privilegiada, así que renuncio a cualquier especulación gratuita. Sí aviso de que no creo que el desaire sufrido en el tema del aborto, pese a su gravedad, explique una espantada de este calibre en el momento más crítico del desafío soberanista catalán.

Además, no me preocupa en absoluto qué ha llevado a Ruiz-Gallardón a tan drástica decisión. Me alegra sobremanera que abandone el Ministerio de Justicia porque su balance en el departamento es desolador: deja una administración de Justicia mucho más maltrecha de lo que la encontró cuando llegó al cargo, el 22 de diciembre de 2011, lo que tiene su mérito. Ese sí que es un buen motivo para dimitir, pero la excusa de la Ley del Aborto le evita pagar esa factura.

Ya sé que parece difícil de creer, pero en tres años Ruiz-Gallardón sólo ha conseguido sacar adelante dos leyes de fuste; demoledoras, eso sí. La primera, la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) para remodelar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). En apenas un año de vida, la pérdida de peso específico del órgano de gobierno de los jueces es espectacular, y lo que debiera ser la jefatura del tercer poder del Estado hoy más bien parece una mera dirección general de recursos humanos que gestiona la situación laboral de la judicatura. El Consejo ha desaparecido como agente jurídico, en los medios de comunicación brilla por su clamorosa ausencia y la judicatura reniega por la desaparición de quien debería ser su principal interlocutor ante la ciudadanía.

Y la segunda gran ley ‘made in Gallardón’ es aquella que impuso un catálogo de tasas que penalizan económicamente al ciudadano que pretende acceder a un tribunal en defensa de sus derechos. Poco más que añadir sobre una norma que ha levantado el más indignado clamor en la comunidad jurídica sin excepción. Sólo recordar que las tasas judiciales no fueron un invento de Ruiz-Gallardón, sino que éste se plegó a una orden del ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, ansioso por aumentar la capacidad recaudadora del Estado a costa de lo que fuese, incluidos derechos fundamentales, con la cómplice anuencia del ministro de Justicia.

Poco más. También ha logrado sacar adelante los decretos que abren la vía para privatizar la gestión de los registros Civil y Mercantil, pero con una técnica legislativa tan pobre que todavía han tenido escasa repercusión práctica, y con una abrumadora reprobación que permite poner en duda su futuro. Fuera de eso, nada.

Si graves consecuencias ha tenido la escasa actividad legislativa desarrollada con éxito por el Ministerio de Justicia mientras Ruiz-Gallardón ha estado al frente, casi más grave ha sido la absoluta inacción del departamento en otras áreas también vitales para el correcto funcionamiento de la administración de Justicia.

La lista es larga, así que trataré de resumir: tras tres años de mandato de Ruiz-Gallardón, no hay un solo juez más, ni fiscal, ni secretario judicial. Además, la reforma de la LOPJ redujo al mínimo la posibilidad de recurrir a jueces y fiscales sustitutos, lo que se ha traducido en un grave contratiempo para muchos juzgados. La plantilla de los distintos cuerpos de funcionarios al servicio de la administración judicial está congelada, así como sus sueldos. Por supuesto, ni un solo juzgado nuevo. Y los presupuestos para medios materiales comenzaron siendo exiguos para luego verse reducidos año tras año.

Herencia envenenada

Rafael Catalá, el nuevo ministro de Justicia, vuelve a un ministerio que ya conoce bien –fue secretario de Estado entre 2002 y 2004- para hacerse cargo de una herencia envenenada. Sin tiempo material en lo que queda de legislatura para impulsar ambiciosos proyectos nuevos, su tarea debería centrarse en cerrar los asuntos que Ruiz-Gallardón deja pendientes, pero hay misiones suicidas en conflictos bélicos con más posibilidades de éxito.

Rafael Catalá, nuevo ministro de Justicia

Rafael Catalá, nuevo ministro de Justicia

Por orden cronológico, debería tratar de conseguir la aprobación en el Congreso de la reforma del Código Penal con la que Ruiz-Gallardón pretendía introducir la cadena perpetua en el esquema punitivo. Pese a la añagaza de buscarle un disfraz -prisión permanente revisable-, el proyecto de ley está muerto dadas las serias dudas sobre su constitucionalidad y sigue dando vueltas por los recovecos de la cámara baja sin que el Partido Popular (PP) sepa qué hacer con él. Admiten sugerencias, salvo forzar una aprobación en solitario que devuelva a las medios pasadas polémicas sobre el impulso represor del Gobierno en pleno año electoral.

Y en los cajones de su despacho encontrará el nuevo ministro el más faraónico de cuantos proyectos ha impulsado Ruiz-Gallardón en su larga trayectoria: un nuevo modelo de justicia penal. El diseño, que nunca verá la luz, se apoyaba en tres patas:

  • Una reforma de la LOPJ para crear los tribunales de instancia, encargados de controlar la investigación de los delitos, que pasaría a ser responsabilidad de los fiscales.
  • Una reforma de la Ley de Planta y Demarcación que tenía previsto reducir los partidos judiciales al ámbito provincial –con las excepciones de Madrid y Barcelona- para racionalizar el trabajo de los tribunales de instancia.
  • La promulgación de un nuevo Código Procesal Penal que sustituyese a la decimonónica Ley de Enjuiciamiento Criminal en vigor para dotar al Ministerio Fiscal de un mejor cauce para sus investigaciones.

En pleno curso electoral, el nuevo ministro ni siquiera va a intentarlo. Así que lo que resta de legislatura deberá emplearlo en labores de intendencia y, sobre todo, en tratar de recuperar relaciones con los agentes jurídicos, que de manera casi unánime han dado la espalda a Ruiz-Gallardón. Llamativo en el caso de la judicatura y la carrera fiscal, cuerpos mayoritariamente conservadores que han vivido con él la más tensa de las legislaturas que se recuerdan.

Difícil tendrá también el ministro Catalá recuperar las relaciones con la abogacía mientras la Ley de Tasas siga en vigor. Podrá utilizar como medio de acercamiento la renuncia a sacar adelante la Ley de Justicia Gratuita, que de ser promulgada en sus actuales términos podría llevar a muchos letrados a protestar mediante acciones hasta ahora insospechadas.

Tampoco le va a ser fácil recobrar la sintonía con los procuradores, cuerpo amable y poco dado al conflicto pero que durante la etapa de Ruiz-Gallardón se ha visto al borde de la desaparición. Registradores y notarios también recelan de las dudas y devaneos de su antecesor respecto a la gestión de los registros.

En resumen, Catalá hereda todo el fracaso de la gestión de Ruiz-Gallardón, legado emponzoñado donde los haya porque el dimisionario ha logrado eludir la obligación de rendir cuentas por ese fiasco. Para desgracia de la administración de Justicia, la competición por ser el peor ministro del ramo cuenta con demasiados candidatos, pero desde ayer quien fuera alumno aventajado de Manuel Fraga goza de una cómoda ventaja en cabeza.

Si alguien quiere creer que Ruiz-Gallardón abandona la política sólo o sobre todo por no haber logrado la aprobación de la Ley del Aborto está en su derecho, pero permítanme que yo esboce una incrédula sonrisa.

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