Tomo prestado el título de este comentario de la periodista Sonia Sánchez, de la Cadena SER, porque resume a la perfección lo que ha supuesto el círculo que en estos días cierra el Gobierno presidido por Mariano Rajoy: casi toda la obra de su primer ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, ha sido revisada, corregida y en su mayoría anulada. Es un hecho insólito en democracia: acostumbrados estamos a que los gobiernos de turno incumplan sus programas electorales, pero nunca antes se había producido una rectificación de este calado excepto, salvando las distancias, el famoso cambio de criterio del Gobierno de Felipe González respecto a la pertenencia de España a la OTAN.

Rafael Catalá (iqda) conversa con su antecesor en el cargo, Alberto Ruiz-Gallardón, en presencia de la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, que acudió a la ceremonia de traspaso de poderes en el Ministerio de Justicia.
Ha sido, por tanto, una legislatura perdida para la administración de Justicia, que no es lo mismo que una legislatura en blanco, porque tres años y medio después los juzgados y tribunales están en peor situación de lo que estaban cuando el PP ganó las elecciones y Rajoy pasó a ocupar La Moncloa.
Hoy entró en vigor el Real Decreto-ley 1/2015 de mecanismo de segunda oportunidad, reducción de carga financiera y otras medidas de orden social, una de esas normas ómnibus tan del gusto de este Gobierno, y que entre una larguísima lista de medidas incluye la exención de las tasas judiciales para todas las personas físicas en todas las jurisdicciones.
Quiere ello decir que, desde hoy, cualquier ciudadano puede acudir a los tribunales en defensa de lo que cree son sus derechos lesionados sin necesidad de pagar un impuesto por ello. Cabe ahora preguntarse por qué sí han tenido que hacerlo desde diciembre de 2012, por qué fue ésta una de las primeras medidas impulsadas por Ruiz-Gallardón.
El sector más ultraliberal del PP siempre ha sido partidario de las tasas judiciales porque siempre ha estado en contra de que los impuestos paguen los servicios públicos generales. Esta era en realidad la posición que defendía Ruiz-Gallardón cuando las implantó, aunque disfrazó su postura ideológica con el argumento de que su objetivo era “racionalizar” el recurso a la Justicia y generar recursos que revirtieran en su mejora.
Es posible que quien ahora ocupa esa cartera, Rafael Catalá, haya decido dar marcha atrás por razones ideológicas, pero lo ha hecho sobre todo porque la protesta generalizada contra las tasas (por ejemplo, la brigada tuitera) se estaba haciendo insoportable. Y también porque es año electoral, y hay que reforzar el mensaje de que la situación económica mejora y ya es posible rebajar la presión impositiva.
Desde su implantación, las tasas judiciales apenas han recolectado unos 200 millones de euros procedentes del bolsillo de los ciudadanos. El resto de la recaudación (unos 400 millones de euros) sale de las empresas, que ya pagaban tasas desde 2003 y seguirán pagándolas en el futuro.
La ocurrencia de Ruiz-Gallardón tuvo mucho, en realidad, de imposición del ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, que al inicio de la legislatura buscaba recursos incluso debajo de las piedras. Pero la traducción es que, durante dos años, los ciudadanos han desembolsado 200 millones de euros para poder defender sus derechos, cantidad que no ha vuelto al sistema en forma de más medios o una mejor Justicia gratuita. Esa cifra ha cubierto otras necesidades del erario público, lo que no deja de ser demencial en un sistema democrático que reconoce que la administración de Justicia es elemento sustancial de la convivencia social.
Proyectos a la basura
Una vez que el proyecto de reformar la Ley del Aborto -para recuperar su carácter delictivo- y que las tasas judiciales ven pasar la historia desde el fondo del cubo de la basura, ¿qué queda de la obra de Ruiz-Gallardón? El ministro Catalá quiere dar un giro más de tuerca a la revisión del pasado que realiza desde que llegó al Palacio de San Bernardo en septiembre del pasado año.
Es intención de Catalá llevar al Consejo de Ministros del Próximo viernes un anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim) cuya principal seña de identidad es que renuncia al cambio de modelo de justicia penal propuesto por su antecesor en el cargo en el borrador de un nuevo Código Procesal Penal que ya nunca verá la luz.
Era aquella una discutible pero valiente propuesta para cambiar de raíz el modelo español de justicia penal, dado que el actual está colapsado, los parches reformistas ya no surten efecto y la crisis económica ha provocado que le estallen las costuras sin remedio. Cierto es que el mecanismo de investigación delegado en el Ministerio Fiscal no convencía ni a jueces ni a fiscales, y que la regulación de muchos aspectos del nuevo proceso dejaba bastante que desear, pero era un buen punto de partida desde el que discutir para mejorarlo.
Conviene esperar a conocer la propuesta que el viernes debata el Consejo de Ministros, si se concreta el anuncio. Pero de lo conocido hasta la fecha, la propuesta de LECrim de Catalá no aporta novedades de peso. La intención de poner un tope de seis meses a la investigación penal incluye los mecanismos necesarios para hacerla inocua; otros aspectos que el texto pretendía colar por la puerta de atrás, como la posibilidad de que el ministro del Interior pudiese ordenar intervenciones telefónicas sin permiso judicial en determinados supuestos, han sido abandonados ante la clamorosa protesta que suscitaron.
La nueva LECrim de Catalá es un mal proyecto de futuro porque tiene la mirada puesta en el pasado. Y de porvenir muy incierto porque, dado el complejo año electoral que se nos avecina, todo apunta a que este texto tampoco acabará estampado en el BOE.
Triste herencia
En sus escasas entrevistas y declaraciones públicas, el ministro Catalá ha demostrado un profundo desconocimiento del funcionamiento de juzgados y tribunales. Pese a ello, hay quien ha querido ver en la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) también aprobada el pasado viernes una nueva corrección al trabajo realizado por su predecesor en el cargo.
No hay tal. La reforma, salvo algún tecnicismo sobre la especialización de juzgados y el reparto de asuntos, sólo aporta una novedad destacable: aumenta de cinco a siete el número de miembros de la Comisión Permanente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que son los únicos vocales con dedicación exclusiva.
No es además una iniciativa autónoma del ministerio. Responde a una petición expresa del presidente del consejo, Carlos Lesmes, que durante su primer año de mandato utilizó la entrada a la Comisión Permanente como moneda de cambio en las negociaciones para sacar adelante algunos de los más espinosos asuntos debatidos por el Pleno de la institución. Según algunos vocales, fueron demasiadas promesas de acceso a la condición de vocal con dedicación exclusiva para pocos puestos, y la reforma ahora en trámite intenta paliar esa falta de previsión.
En lo sustancial, el modelo de CGPJ diseñado por Ruiz-Gallardón –mejor, diseñado por Lesmes para Ruiz-Gallardón y para sí mismo- sigue incólume. Un modelo responsable de que el órgano de gobierno de los jueces desempeñe un papel ya casi irrelevante en el debate público sobre la Justicia, lo que no deja de ser un mal síntoma.
Esa es la herencia de Ruiz-Gallardón, a la que hay que sumar uno de los códigos penales más duros de Europa, que incluye la prisión permanente revisable, un vergonzante eufemismo para disfrazar la cadena perpetua, enunciada acorde las consideraciones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Eso, y una más que sospechosa privatización del Registro Civil que va a generar pingües beneficios al cuerpo de registradores a costa del bolsillo de los ciudadanos.
Hay otra herencia en negativo de Ruiz-Gallardón: ni un solo juez más en plantilla, ni fiscal, ni secretario judicial. Y su reforma de la LOPJ ha impedido el recurso a sustitutos, lo que ha provocado un grave quebranto en muchos juzgados, tribunales y fiscalía. El cuerpo de funcionarios al servicio de la administración de Justicia se ha reducido por la congelación de nuevas contrataciones. La inversión presupuestaria ha disminuido dos puntos, y en muchos órganos judiciales ya no se reclaman nuevos aparatos telemáticos, sino sillas para trabajar o estanterías que soporten el cúmulo de legajos.
El actual ministro tampoco va a mejorar este estado de cosas en lo que resta de legislatura, que se convertirá por tanto en una legislatura en negativo para la Justicia. Pero apenas será objeto de debate partidista durante las campañas electorales que nos esperan: los ciudadanos no terminan de interiorizar los perjuicios que les suponen las carencias del Poder Judicial, y rara vez hacen este asunto objeto de sus reivindaciones políticas. Lástima.