Duro correctivo del juez José Castro a todos aquellos que aventuraron que no hay magistrado o tribunal que se atreva a juzgar a un miembro de la Casa Real. Frente a tanto incrédulo ha sentado en el banquillo a la Infanta Cristina, hija de rey, hermana de rey y sexta en la línea de sucesión a la Corona, al menos de momento. Quienes observaban el proceso convencidos de que es la prueba del algodón para averiguar si la administración de Justicia puede luchar contra la corrupción político-económica ya tienen la respuesta, porque el instructor del ‘caso Nóos’ ha concluido toda una demostración de cuál es el verdadero poder de un juez: cuando quiere, puede.
A día de hoy, la Infanta Cristina deberá ocupar plaza en el banquillo para ser juzgada por dos delitos fiscales que habría cometido su esposo, Iñaki Urdangarín en 2007 y 2008, de los que ella también habría sido autora por omisión, por mirar a otro lado y desentenderse de la gestión de una empresa, Aizóon, de la que era copropietaria al 50 por ciento. En el juicio oral sólo será acusada por la acción popular que ejerce el pseudosindicato Manos Limpias, que reclama una condena de ocho años de cárcel.
La apertura del juicio oral por el ‘caso Nóos’ afecta a otros quince imputados, responsables políticos de distintas administraciones públicas de Baleares, Comunidad Valenciana y Madrid quienes, en apariencia, metieron la mano en la caja que se nutre de los impuestos de los ciudadanos para, a la postre, ganarse los favores de la Casa Real. Pero la potencia que tiene la imagen de una hermana del rey Felipe VI sentada en el banquillo impidió que ninguno de ellos apareciese en los titulares de prensa. Y en las crónicas, sólo muy al final.
¿Esa imagen será recogida por las cámaras de los medios audiovisuales? En estos momentos cualquier pronóstico es una apuesta de casino. El Derecho no consigue ser reconocido entre las disciplinas científicas porque es la única en la que un mismo argumento sirve para demostrar una tesis y su contraria, y así no hay manera. Por tanto, es imposible saber si la Infanta Cristina tendrá que presentarse o no en la sala de vistas de la Audiencia Provincial de Mallorca, allá a finales de 2015 como pronto, para ser juzgada.
De momento, los medios que buscaban un reparador escarnio público en una imputada de tal alcurnia destacan que el juez Castro ha sorteado la estrategia de la Casa Real, con la colaboración del Gobierno y del Consejo General del Poder Judicial, para evitar la presencia de la Infanta en el banquillo. También ha frenado todos los esfuerzos del fiscal Pedro Horrach para impedirlo. El fiscal Anticorrupción de Palma de Mallorca ha mantenido con el juez un pulso jurídico de altura a partir de argumentaciones sólidas que en parte han arruinado con una nefasta estrategia de comunicación. Y el instructor se ha sobrepuesto además a ciertas campañas poco edificantes impulsadas por medios de comunicación que hicieron de la defensa de la hermana del Rey casus belli.
Todo esto es cierto, pero el juez Castro ha hecho algo más arriesgado: para sentar en el banquillo a la Infanta Cristina se ha permitido analizar, matizar, criticar y esquivar la doctrina del Tribunal Supremo que, en opinión de muchos, le impedía hacerlo. Pocos magistrados, por no decir ninguno, se había atrevido antes a tanto, y eso sí es toda una demostración de poder. O de poderío, según se mire.
El magistrado de Palma de Mallorca dedica varios folios a analizar la legislación vigente, sobre todo la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim.), para concluir que la acusación popular interviene en los procesos en las mismas condiciones en las que lo hace la particular o la pública que defienden la Fiscalía y la Abogacía del Estado. Y ello es consecuencia del precepto constitucional (artículo 125) que consagra la acción popular como uno de los mecanismos de participación de los ciudadanos en la administración de Justicia.
El problema estriba en que en diciembre de 2007 el Supremo, en un pleno jurisdiccional de su Sala Segunda, respaldó la decisión de la Audiencia Nacional de no juzgar al difunto presidente del Banco Santander, Emilio Botín, y a otros tres directivos de la entidad, para quienes la Asociación para la Defensa de Inversores y Clientes (ADIC) pedía 180 años de cárcel por el delito fiscal que habrían cometido al poner en circulación un producto financiero, las cesiones de crédito, cuyas retenciones fiscales no fueron ingresadas en Hacienda.
Ni la Fiscalía ni la Abogacía del Estado, en nombre de la Agencia Tributaria, creyeron que se hubiese producido el fraude fiscal denunciado, por lo que reclamaron el sobreseimiento del proceso. Ningún comprador de cesiones de crédito ni ningún accionista del Santander se sintió perjudicado por la operativa, por lo que no se personaron en la causa. Y el alto tribunal resolvió que, en esa tesitura, no se pude abrir juicio oral sólo a impulso de la acusación popular. Había nacido la ‘doctrina Botín’.
Corregir al Supremo
Al juez Castro no le convencen los argumentos del Supremo. Cree que, visto lo dispuesto en la ley, “no es de recibo que, llegados al trámite de la fase intermedia [del proceso], el acusador popular se convierta en una figura puramente inútil”, por lo que concluye que, “sin merma del respeto y acatamiento que merece” la resolución del alto tribunal, éste malinterpreta el punto 2 del artículo 782 de la LECrim, y a él le toca ahora corregir esa lectura.
Y para apoyar su criterio recurre a la propia sentencia de la Sala Segunda, de la que recoge con profusión… extensos parágrafos de los votos particulares de los magistrados que no compartieron el criterio mayoritario de cerrar el proceso contra Botín sin juicio, que fue el que se impuso. Genio y figura.
Además, prosigue el juez Castro, la sentencia que instaura la ‘doctrina Botín’ es única, por lo que no sienta jurisprudencia. El Supremo volvió a enfrentarse a un caso similar en abril de 2008, en el proceso instado contra Juan María Atutxa por negarse a disolver el grupo parlamentario Sozialista Abertzaleak (formación disuelta por ser heredera de Batasuna) cuando era presidente del Parlamento Vasco. En ese caso, sí condenó al político del PNV, acusado sólo por una acción popular.
Obvia decir el magistrado que la causa por las cesiones de crédito perseguía un delito fiscal en el que hay un perjudicado concreto, la Agencia Tributaria. En cambio, Atutxa cometió un delito de desobediencia a la Justicia que se considera “de interés general” porque perjudica a la sociedad en su conjunto, no al tribunal desobedecido.
Lo obvia, pero es consciente, así que recurre a un pobre argumento para rebatir también en este punto al Supremo. Apoyado en campañas publicitarias que hicieron época, como aquella de “Hacienda somos todos”, concluye que el delito fiscal atenta contra “un bien jurídico colectivo de interés general (…) que pudiera ser propio y exclusivo de la Agencia Tributaria”, lo que legitima a cualquier acusación popular para actuar en defesa de sus intereses, que son los de todos.
Por suerte, la resolución levanta el vuelo con último argumento de peso: en el proceso contra el Banco Santander, el fiscal y el abogado del Estado pidieron el archivo de la causa. Pero en el ‘caso Nóos’, tanto uno y otro acusan de delito fiscal a otros quince imputados en perjuicio de la Agencia Tributaria; no se discute por tanto la continuidad o no del proceso, sino sólo la presencia de una imputada concreta en el juicio oral. Y en este punto el juez instructor tiene (casi) la última palabra.
Es posible que el alto tribunal tenga la oportunidad de opinar sobre la argumentación del juez Castro antes de que comience la vista oral del ‘caso Nóos’. En tanto la situación se desenmaraña, cualquier pronóstico es temerario por incierto. Hasta entonces, lo que el instructor ha demostrado es el poder que el modelo de justicia penal pone en sus manos a la hora de investigar un delito y localizar a los autores. El error sería pretender que eso es suficiente para luchar contra la corrupción.