El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, no decepcionó en su comparecencia del pasado jueves en el Congreso: nadie esperaba casi nada del paquete de medidas que presentó para combatir la corrupción político-económica, y eso ofreció, más o menos nada. El catálogo anunciado por el jefe del Ejecutivo cojea en su contenido, pero sobre todo falla en aspectos cruciales de la lucha contra la corrupción que quedan fuera del plan gubernamental.
Un primer bloque de las iniciativas presentadas anuncia una futura regulación legal que obligará a modificar el funcionamiento de los partidos políticos. Sorprende que el Gobierno quiera legislar sobre la suspensión de militancia de aquellos afiliados contra los que se abra un juicio oral, o sobre su expulsión en caso de condena. Y digo sorprende porque quien hace el anuncio, Rajoy, es también presidente de un partido, el Popular, que podría incorporar estos supuestos a sus estatutos sin esperar a que se lo imponga una ley, pero que no la ha hecho hasta ahora. Es más, hasta el estallido de la ‘operación Púnica’, la reacción de esta formación solía consistir en un firme respaldo a los sospechosos, y el ‘caso Gürtel’ es un buen ejemplo, no el único, de ello.
Además, el Gobierno quiere endurecer las condiciones para que los partidos reciban donaciones de particulares; prohibir que sus fundaciones reciban subvenciones públicas, y regular el estatuto jurídico del responsable de la gestión económico-financiera de las formaciones políticas. En definitiva, una reforma de la Ley de Financiación de Partidos, promulgada en 1987 y reformada en 2007 y 2012 sin que ninguno de estos tres textos haya servido para poner coto a tantos desmanes. Habrá que esperar a leer el nuevo proyecto.
Y, como colofón a esta parte administrativa del plan anticorrupción del Ejecutivo, un nuevo estatuto jurídico del alto cargo de la administración general del Estado y una reforma de la Ley de contratos para mejorar los controles de legalidad y prevenir las operaciones fraudulentas. Queda por comprobar si 2015, año que tienen señalado en su calendario una cita electoral en primavera y otra y otoño, dará para tanta producción legislativa para la que el partido mayoritario no ha conseguido el más mínimo consenso con el resto de los grupos parlamentarios.
El plan hace aguas
El resto de las medidas del plan anticorrupción afectan en exclusiva al Poder Judicial. Y ahí radica uno de los errores que permiten aventurar que todo el proyecto hace aguas en lo que a su objetivo último se refiere. El Gobierno no parece dispuesto a modificar la estructura del Tribunal de Cuentas para reconvertirlo en un órgano eficaz a la hora de, por ejemplo, controlar la contabilidad de los partidos políticos. Así que será una institución endogámica (a la que sólo acceden familiares de quienes ya trabajan en ella) e incapaz de detectar en su día el ‘caso Filesa’ o, más recientemente, el ‘affaire Gürtel/Bárcenas’.
Nada apunta el paquete gubernamental sobre la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), espectadora de lujo de todos los escándalos empresariales o bursátiles de la última década. Tampoco existe referencia alguna al Banco de España, un organismo que ya existía mientras la banca se dedicaba a tropelías que han costado un rescate de cuantía sin desvelar pero que oscila entre los 60.000 y los 130.000 millones de euros, cifra que al final, de manera directa o indirecta, pagará el contribuyente sin que nadie le haya pedido opinión al respecto. Y tampoco hay mención alguna a la intervención general de la administración, tanto estatal como autonómica o municipal, una estructura de control que apenas ha detectado el ingente trasvase de fondos públicos a arcas privadas generado por las prácticas corruptas.
Es decir, el plan mantiene incólumes todos los mecanismos de prevención del fraude y la corrupción que han fracasado en las últimas décadas, y endosa la responsabilidad única de la lucha contra estas prácticas abominables a la administración de Justicia, que sólo interviene a posteriori, cuando el delito está cometido y el daño hecho.
Rajoy compareció en el Congreso bajo el impacto provocado por una resolución del juez de la Audiencia Nacional Pablo Ruz que le obligó a forzar la dimisión horas antes de la ministra de Sanidad, Ana Mato. Este titular fue suficiente para evitar a los periodistas la lectura de los 205 folios del auto, lo que impidió que los medios de comunicación dieran cuenta de otros aspectos de su contenido. Y es una lástima, porque el magistrado recoge en su escrito todo un tratado de cómo funciona una trama corrupta. Para quienes quieran aventurarse por esos delictivos senderos, es un manual de lectura obligada.
El magistrado Ruz acopia de manera prolija sólo una parte de las actividades criminales de la red que dirigió Francisco Correa, sólo en el lapso comprendido entre 1999 y 2005 y sólo en lo referido a algunos ayuntamientos de la Comunidad de Madrid. Más de diez años después de ocurridos los hechos, el instructor está por fin en condiciones de convertir esta pieza separada del sumario principal en un procedimiento abreviado que, con suerte, podrá juzgarse en 2016. Ya saben aquello de que la Justicia lenta…
La Justicia lucha en solitario
Como es evidente que la administración de Justicia, en su actual situación, no dispone de mecanismos suficientes para perseguir la corrupción en condiciones de eficacia y agilidad, el plan esbozado por Rajoy el pasado jueves incluye también un bloque de medidas tendentes a solventar este obstáculo, pero que resultan de todo punto insuficientes.
Por un lado, el paquete recupera el catálogo tradicional de modificaciones de Código Penal: tipificación del delito de financiación ilegal de partidos, ampliación del plazo de prescripción y endurecimiento de las penas de inhabilitación. Vale, pero hace mucho tiempo que se sabe que el mero aumento de penas no disuade de la comisión de un delito, máxime cuando éste ofrece pingües beneficios como los conocidos en los últimos escándalos.
Más preocupante es el anuncio de mecanismos para evitar la construcción de macroprocesos mediante la reforma de las normas de conexión entre delitos y fijando un plazo máximo para la instrucción de procesos penales. Habrá que analizar con cuidado el anteproyecto, si llega a ser aprobado en Consejo de Ministros, porque un intento mal medido de agilizar el proceso por esta vía puede coartar muchas investigaciones judiciales.
Por último, el presidente mencionó el consabido aumento de medios materiales y humanos puestos a disposición de la administración de Justicia y de la Agencia Tributaria en la lucha contra la corrupción. Si ello es cierto, bienvenido sea. Si Rajoy anuncia nuevas plazas de jueces y fiscales, confiemos en que se creen; el problema es que el proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 2015 ya está en el Congreso, y en él no hay partida presupuestaria prevista para sustentar esa promesa.
El plan de Rajoy es, en lo sustancial, el mismo que ya presentó en el Congreso el 1 de agosto de 2013, y ni una sola de las iniciativas anunciadas entonces ha entrado en vigor. Con la versión presentada el jueves puede pasar lo mismo dado el año electoral que se nos avecina. Es en todo caso un proyecto a todas luces insuficiente e ineficaz para perseguir la corrupción político-económica. A resultas de todo ello, la administración de Justicia sigue condenada a luchar en solitario, tarde y mal, contra ese fenómeno; y el ciudadano sigue obligado a confiar en que con ello baste. Aunque sea dentro de muchos años.
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