El pederasta de Madrid (y 2): ¿Y después?

Supongamos que Antonio Ángel Ortiz Martínez es el pederasta de Madrid. Supongamos que las ruedas de reconocimiento a las que está siendo sometido estos días se convierten en las bisagras de la puerta de acceso a la celda en la que cumplirá la correspondiente condena. ¿Y después? Si este horripilante suceso ha servido para constatar las carencias de nuestro sistema jurídico-penal en la gestión de la presunción de inocencia -ver El pederasta de Madrid (1)-, también es ejemplo de su incapacidad para controlar la reinserción de delincuentes que actúan por una pulsión sexual. 

El ahora sospechoso de cinco violaciones con secuestro a menores, así como de al menos otros tres intentos frustrados, ingresó por vez primera en la cárcel el 16 de noviembre de 1999. Tuvo que cumplir una condena de nueve años de prisión por secuestro y agresión sexual a una niña de 7 años. La condena se extinguió en noviembre de 2008, aunque el preso accedió a la libertad condicional tres meses antes. Durante su etapa en prisión, su comportamiento le valió premios e incluso una propuesta de indulto parcial que no prosperó. Pero la Junta de Tratamiento de la cárcel de Soto del Real (Madrid) siempre su opuso a permisos especiales o al acceso al tercer grado “fundamentalmente por la negativa del interno a participar en un programa de tratamiento específico para su actividad delictiva que en su momento le fue ofertada”, según un informe de septiembre de 2006. Si alguien está interesado en conocer su expediente completo, puede hacerlo gracias al magnífico trabajo de la periodista María Peral en El Mundo.

Es una situación que se repite con cierta frecuencia. No hay un solo dato fiable sobre el índice de agresores sexuales reincidentes tras cumplir una primera condena. Mientras algunos estudios psiquiátricos lo sitúan en las proximidades del 90 por ciento, un trabajo realizado en 2009 por las autoridades penitenciarias catalanas concluyó que rondaba el 6 por ciento.

Sea uno u otro el porcentaje más correcto, parece indudable que en el caso de los agresores sexuales algún tipo de cautela habría que incorporar dada la gravedad de la violencia ejercida sobre las víctimas, la alarma social que provoca y la desconfianza que la respuesta judicial a este tipo de comportamientos delictivos provoca en el ciudadano.

Iniciativas extranjeras

En Gran Bretaña, todos los agresores sexuales, una vez cumplida condena, ingresan en una base de datos de acceso policial (Registro de Infractores Violentos y Sexuales, VISOR en sus siglas en inglés) que recoge su localización, puesto de trabajo si disponen de uno y cualquier desplazamiento que realicen dentro o fuera del país. Según algunos expertos, la simple sensación de estar sometido a tal control permanente es un factor disuasorio de la reincidencia, pero el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha cuestionado algunos aspectos de un instrumento de estas características.

Numerosos estados de EE UU disponen de un registro similar; en muchos de ellos, además, son de acceso semipúblico porque los ciudadanos tienen derecho a saber que entre sus vecinos hay quien tiene antecedentes por agresión sexual, sobre todo si sus víctimas fueron menores. El Tribunal Supremo no ha logrado todavía unificar criterios entre las distintas regulaciones presentes en el país norteamericano.

La Policía francesa vigila a violadores y pederastas que abandonan la prisión si así lo determinan los servicios psiquiátricos que le han atendido en la cárcel. El uso de brazaletes de localización, o incluso la castración química a petición del condenado, están también regulados por ley como mecanismos para impedir que vuelvan a sucumbir a sus pulsiones sexuales.

Alemania apuesta por la terapia, un programa todavía experimental que de momento sólo se aplica a los pederastas que de manera voluntaria lo solicitan. El modelo es similar al implantado en Bélgica, aunque este país presiona a los agresores sexuales a acudir al tratamiento psiquiátrico mediante penas accesorias que, por ejemplo, inhabilitan al condenado a acceder a cargos públicos mientras un informe médico no confirme su rehabilitación.

Son distintas opciones más o menos felices, más o menos eficaces, pero al menos son un intento, algo que en España brilla por su ausencia. En 2009, la Generalitat, que tiene trasferida la competencia en materia penitenciaria, intentó poner en marcha un programa de castración química voluntaria que levantó una enardecida polémica social que hizo encallar el proyecto.

En el Congreso espera el fin de la legislatura una fallida reforma del Código Penal que buscaba atajar el problema por dos vías de dudosa constitucionalidad. Una es la implantación de la prisión permanente revisable, vergonzante eufemismo para la cadena perpetua, para aquellas agresiones sexuales que provoquen la muerte de la víctima. El segundo instrumento dota al tribunal sentenciador de una serie de mecanismos para retrasar la salida de la cárcel del condenado que haya cumplido la pena impuesta, pero la comunidad jurídica coincide en que la apuesta vulnera el principio de legalidad.

De la presente legislatura ya sólo cabe esperar que sus últimos estertores no deterioren aún más la situación general. Y no parece sensato depositar grandes esperanzas en la próxima, que será fruto de un proceso convulso como pocos en la historia reciente. Así que debería ser la propia comunidad jurídica la que se pusiera manos a la obra para diagnosticar el problema y buscar propuestas que alumbren el camino a nuestros legisladores si algún día deciden corregir este tipo de disfunciones.

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